Franz Kafka. "Carta al padre" (1919 - fragmento)
No
hace mucho me preguntaste por qué yo afirmaba que te temía. Como es
habitual, no supe qué decir, en parte por ese miedo y en parte porque la
fundamentación de ese temor necesita demasiados detalles como para que
yo pueda exponerlos en una conversación. Aún ahora, mientras te escribo,
sé que el resultado ha de ser imperfecto, porque el temor coarta y
porque la dimensión del tema supera en gran medida mi memoria y mi
entendimiento.
Para ti la cuestión fue
siempre sencilla, tanto que te referías a ella delante de mí y sin que
te inhibiera la presencia de otras personas. Según tu criterio, las
cosas eran más o menos así: has trabajado duramente toda tu vida, te has
sacrificado por tus hijos, en especial por mí; por eso mi vida fue tan
"disipada" y tuve la libertad de estudiar lo que se me antojara; además,
no tenía necesidad de preocuparme por mi subsistencia ni por cualquier
otro problema; tú no exigías ninguna retribución a cambio por conoces
"la gratitud de los hijos", pero esperabas al menos un mínimo halago,
alguna señal de reconocimiento. Pero ante tu presencia yo siempre me
recluía en mi cuarto, entre libros, amigos absurdos e ideas
extravagantes; jamás te hablé con franqueza, nunca te acompañé al templo
ni te visité en el Fransensbad, nunca tuve interés por los problemas
familiares y jamás me ocupé del negocio o de otros problemas tuyos,
transferí la fábrica y luego te abandoné, fomenté los caprichos de Ottla
y mientras soy incapaz de mover un solo dedo por ti (ni siquiera tuve
la cortesía de comprarte una entrada para el teatro) lo sacrifico todo
por los amigos.
Si sintetizas tu juicio
acerca de mí, resulta que no me discriminas nada extremadamente malo o
pecaminoso (salvo quizás mi último intento de matrimonio), pero sí
frialdad, ingratitud, desinterés. Me lo recriminas como si la culpa
fuera mía, como si yo hubiera podido cambiar el curso de las cosas con
un leve viraje al timón, como si no tuvieras ninguna culpa, tan solo la
de haber sido demasiado generoso conmigo.
Tu
explicación habitual es correcta sólo en la medida en que también te
considero libre de culpa en lo que respecta a nuestro alejamiento. Pero
también yo soy totalmente inocente. Si pudiera lograr que al menos
reconocieras esto, acaso fuera posible iniciar, no digo una nueva vida
(para eso somos demasiado viejos), sino una época de mutua tolerancia,
no cese sino más bien una mayor mesura en la expresión de tus constantes
recriminaciones.
Es curioso, pero intuyo
que tienes una pobre noción de lo que quiero decir. Hace poco me
dijiste: "Yo te quise siempre, por más que en apariencia no haya sido
como los oros padres; es que no soy un hipócrita como ellos." Padre,
nunca he dudado de tu bondad hacia mí, sin embargo considero que no es
correcto lo que dices. Es cierto, no eres un hipócrita, pero sostener
sólo por ese motivo que otros padres lo son, es mera porfía que no da
lugar a debate alguno, o –y esto es lo que realmente sucede—se trata de
la enmascarada expresión de que algo anda mal entre nosotros, situación
que tú también la has provocado, aunque sin culpa. Si aceptas esto,
entonces podemos estar de acuerdo.
No
pretendo afirmar que gracias a tu influencia he llegado a ser lo que
soy. Sería exagerado de mi parte (y yo tiendo a exagerar).
Es probable que aun habiendo crecido lejos de tu influjo, no hubiera sido lo que tú quieres. Me habría convertido tal vez en un hombre tímido, angustiado, vacilante, inquieto, no un Robert Kafka o un Kart Hermnann; pero sería con seguridad un hombre muy diferente del que soy ahora y es probable que nos hubiésemos llevado muy bien. Tu amistad me habría hecho feliz, y también habría sido dichoso si hubieras sido mi jefe, tío, mi abuelo, incluso (aunque en este caso con mayor reticencia) mi suegro. Pero justamente como padre eres demasiado fuerte para mí
ANÁLISIS DE LA CARTA AL PADRE
De Frank Kafka
Una habitación de la pensión Stüdl
Schelesen. Bohemia, principios de noviembre de 1919 Frank Kafka tiene treinta y
seis años. Cinco años antes de su muerte, el escritor, que ya ha visto
publicadas varias de sus obras y comienza a ser conocido, redacta un escrito de
cincuenta páginas -La Carta al padre- carta que no llegará jamás a su
destinatario: la madre del autor, Julie Löwy, no lo juzgó conveniente.
La Carta al Padre se escribe en el
pequeño pueblo cercano a Praga, donde acompañado de Max Brod, su íntimo amigo,
ha ido a descansar una semana. Esta Carta forma parte del área íntima y
autobiográfica de la producción literaria de Kafka y si ha llegado hasta
nosotros fue gracias a que Max Brod desobedeció las instrucciones que su amigo
le diera de destruir toda su obra.
En ella analiza distintos puntos de la
relación entre él y su padre, retomando prácticamente todos los temas tratados
en sus relatos y novelas, con lo que queda claro que la ficción no había
conseguido aliviar del todo la tensión emocional.
Pero aquí no hay alegorías, parábolas
ni metáforas. Kafka no se sirve del Gregor Samsa de La Metamorfosis, del Georg
Bedemann de La Condena, o de Joseph K. de El Proceso, tampoco del lacónico “K”
de El Castillo, ni del Karl Rossmann de América, personajes que se parecen
extraordinariamente a él, para ilustrar su relación con su familia y sobre
todo, con el padre, tema central de su obra: “Mi escritura trataba de ti, allí
sólo me quejaba de aquello que no podía quejarme sobre tu pecho”.
Como veremos, en pocos autores están la
biografía y la ficción tan estrechamente unidas. En Kafka constituyen los dos
polos de una misma realidad que se organiza en torno a la idea de la Ley, del
Padre, de la autoridad suprema: inalcanzable, impenetrable, imprevisible e
implacable.
Dado el origen judío del autor, cabe la
tentación de acercar esta Ley a la del judaísmo, hacia el que Kafka tiene
sentimientos paradójicos, muy parecidos a los que le inspira su padre: miedo y
fascinación, atracción y rechazo, respeto y desprecio.
La frase con que comienza La
Metamorfosis, “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños
agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho” nos mete de
lleno en el conflicto, procedimiento que Kafka utiliza a menudo La Carta al
Padre se abre con un directo “Me preguntas por qué afirmaba tenerte miedo”. A
partir de esta constatación, que no deja de sorprender en un hombre en plena
madurez y que muestra que Kafka no ha podido crecer en el terreno emocional más
allá de la infancia y adolescencia, La Carta va analizando, punto por punto, a
veces con humor e ironía, a veces con rebelión, a veces con tono
reivindicativo, a veces con desgarro, la relación entre ambos. A pesar de sus
idas y venidas, de sus repeticiones, de sus contradicciones, no es una carta
inocente que sirve tan sólo de desahogo psicológico, está perfectamente
estructurada por temas.
Nos encontramos en primer lugar con una
descripción física y psicológica, llena de contrastes, maniquea, caricatural,
de ambos personajes, como dos púgiles que se van a enfrentar (“Tú sencillamente
me vas a pisotear, sin que quede absolutamente nada mío”)
Por una parte el Padre:
Grande, fuerte, ancho, de voz potente,
deportista, determinado, perseverante, con presencia de ánimo, severo, con
espíritu de conquista en la vida, en los negocios etc. Todos los atributos de
la hombría y según el autor, propios de los Kafka, la rama paterna. Más tarde
completa el cuadro pintándonos, a veces con ecos bíblicos, a un Padre muy
próximo a la divinidad: “El terrible ronco tono de la ira y de la absoluta
condena” “El gigantesco hombre, mi padre, la última instancia” “Tú eras para mí
la medida de todas las cosas” “Dirigías el mundo desde tu butaca” “Tu dominio
espiritual” “Tus palabras y juicios, como si no tuvieras idea de tu poder” “Lo
que me gritabas era mandamiento celestial”. Un padre que también es déspota, un
tirano “Ejercicio de tu soberanía” “Había salvado la vida por clemencia, como
un inmerecido regalo tuyo” “¿En qué te podían importar a ti, tan gigantesco,
nuestra compasión y ayuda?” “Eran bromas como las que se propagan sobre dioses
y reyes”.
Por la otra el Hijo:
Flaco, débil, estrecho,
inseguro, asustadizo, incapaz, falto de seguridad en sí mismo, hipersensible,
que interrumpe a menudo sus proyectos, que no termina nada... El autor se
considera un Löwy, herencia materna hecha de: “Obstinación, sensibilidad,
sentido de la justicia, inquietud”. Así mismo, a lo largo de La Carta, Kafka
sigue dando pinceladas que corroboran su supuesta inferioridad: “El asunto
sobrepasa con mucho mi memoria y mi inteligencia”, “Mi frialdad,
desagradecimiento, distanciamiento”, “Ante ti yo no podía hablar ni pensar”, “Niño
despistado y desobediente, siempre considerando una huida”, “Yo, el esclavo”, “Yo
no tenía ningún sentimiento”, “Niño malicioso, vago, avaricioso”, “Gusano”, “Bicho”.
Una vez presentados los
contrincantes empieza la descripción de un combate, perdido ya de antemano. Y
sigue una larga serie de reproches que el Padre podría hacer al Hijo.
Excelente táctica ya
que todo queda en el mundo de la hipótesis, a la vez que tiende al Padre la
posibilidad de una salida honrosa ya que, tal vez, podría no reaccionar así.
Por si acaso, el Hijo contraataca cerrándole la puerta con una pirueta de
inocencia: “Te ruego no pienses que te considero culpable” En este aspecto es
muy significativa la presentación que hace del Padre, de sus sistemas
educativos -que eran los normales en la
época y el lugar- para inmediatamente después describirle como “Un hombre
bondadoso y blando” o “El amor y la bondad superaban todos los obstáculos”. Así
mismo, en un momento habla de la risa maligna del Padre, para pocas líneas
después afirmar “Tienes una forma de reír especialmente bonita”. También trata,
aunque brevemente, la infancia del Padre. Quizá la de un niño tan desgraciado
como Kafka, que necesita cariño (“tal vez sólo Valli logró dártelo”) pero a
quien el dolor insoportable de esas vivencias traumáticas le ha llevado a la
negación como mecanismo para poder soportarla, “Tú sólo puedes tratar a un niño
tal y como tú has sido educado, con fuerza, ruido y cólera”. Kafka vislumbra el
tema pero inmediatamente, retrotrayéndose a su propia infancia, concluye “No
todo niño tiene la perseverancia y la intrepidez de buscar hasta llegar a la
bondad”. De esta forma justifica que no pudiera de niño -y tampoco de adulto-
comprender las limitaciones de su padre. Lo que no deja de sorprender siendo el
autor tan analítico y perspicaz con su propia psicología y aunque tan poco con
su propia valía.
Es una técnica muy
kafkiana, el presentar un tema, intentar penetrar en su esencia, considerándolo
en todos sus aspectos y desde todos los ángulos posibles. Así, Kafka avanza con
una tesis, da dos pasos para adelante, pero inmediatamente da uno hacia atrás
con la antítesis, para tomar otra óptica, invalidarla inmediatamente y así
sucesivamente en un eterno ir y venir, sin alcanzar conclusión alguna. De esta
forma vemos como, tras afirmar que el padre quizá no sea culpable de nada,
vuelve hacia atrás y dice “Naturalmente no digo que me haya convertido en lo
que soy sólo por tu influencia, sería exagerado” pero inmediatamente anula
estas palabras con “me inclino por dicha exageración”.
Pero, ¿quién es Kafka?
¿En qué se ha convertido ese niño asustadizo?. Un niño que tuvo que soportar
solo, durante los seis primeros años de su vida, el choque con el padre, la
ausencia de la madre, incapaz de asumir ante el padre la defensa del hijo, la
muerte de sus dos hermanos pequeños, que sin duda fraguó el sentimiento de
culpabilidad, el nacimiento de sus tres hermanas y el consiguiente
destronamiento, una educación severa, la marginación como único chico, la
decepción del padre ante su asustadizo y frágil primogénito del que esperaba
cosas que el niño no podía dar (“cantar canciones militares, desfilar, comer
con apetito”), la falta de estabilidad que implicaban las innumerables mudanzas
de domicilio familiar, las distintas criadas que se encargaron de él. Todo ello
sin entrar en el aspecto sociológico de desarraigo en su condición de judío,
checo y alemán.
Franz Kafka, va de
dentro hacia afuera, de lo particular a lo general y describe su infancia, los
métodos educativos de su padre
-insultos, amenazas, ironías, humillaciones-, la relación con sus hermanas y la
de éstas -una por una- con el padre, y el papel de la madre, que no queda muy
bien parada, pero a la que inmediatamente justifica. Más tarde abre el campo
para analizar el trato que dio el padre a una prima, lo abre aún más y sale
fuera del seno familiar con la relación que tiene el padre con los empleados,
su situación dentro de la colonia judía, pero enseguida vuelve adentro y al
presente: a lo que es este hombre de 36 años debido al complejo de inferioridad
y al sentimiento de culpa (expresión que repite una veintena de veces a lo
largo de La Carta). Dicho sentimiento de culpa, que habría de destruirle tanto
física como mentalmente, se articula desde el principio en torno a la idea “Te
has sacrificado por mí”, tema recurrente en los interminables reproches del
padre, que prosiguen a lo largo de toda La Carta y en todas las circunstancias
de la vida del autor.
Que fuera no valorando
el inagotable trabajo del padre, no acercándose a este en la sinagoga, no
jugando a las cartas con su familia, refugiándose permanentemente en su
habitación, no ocupándose del negocio familiar, o a través de sus intentos
frustrados de matrimonio, de su forma diferente de concebir el judaísmo, de su
vocación literaria, vivida como una singularidad que lo separa de su familia,
del mundo y que le impide vivir, todo condena al hijo.
Pero volvamos al tema
ya enunciado: ¿En qué se ha convertido Franz Kafka cuando redacta La Carta al
Padre?. Si nos limitamos a los hechos objetivos, sabemos que el autor, en 1917,
rompió por segunda vez su compromiso matrimonial con Felice Bauer, también
sabemos que pocos meses antes de redactar La Carta había conocido en ese mismo
lugar -la pensión Stüdl, de Schelesen- a Julie Wohryzek, una chica sencilla,
mucho más joven que el autor, de clase social inferior a la suya. Y que Kafka,
quizá presionado por la reacción negativa de los padres al comunicarles su
propósito de casarse con la hija del portero de la sinagoga, rompe una vez más
un compromiso matrimonial. Sabemos además que ha ido al campo a descansar ya
que está muy debilitado por la tuberculosis que le fue diagnosticada en 1917.
Si a todo ello añadimos que está bloqueado hasta el punto de no proseguir su Diario,
que lleva meses sin escribir una sola línea -lo que para él representa una gran
angustia ya que considera la literatura como el eje de su vida, especie de
sacerdocio- comprenderemos que se encuentra en un momento especialmente
difícil.
Retomando La Carta, y
desde la subjetividad del autor, tenemos un análisis de su personalidad de
adulto y de su situación: el miedo al Padre sigue estando presente: La Carta es
un largo requisitorio, un informe de cincuenta páginas sobre una relación hecha
de miedo y fascinación, de admiración y repulsión, tintada a veces de ironía: “Tú
te cortabas las uñas y te limpiabas las
orejas con el palillo en la mesa”, “Admiraba tus extraordinarias dotes de
comerciante, verte envolver un paquete era un espectáculo por sí solo”, o “Me
resulta incomprensible tu falta de sensibilidad con respecto al daño o la
verguenza que puedas causarme”. El fracaso de su vida amorosa (aunque tuvo
relaciones con muchas mujeres), sus repetidos y frustrados intentos de boda se
analizan pormenorizadamente ya que “el matrimonio, la familia, tener hijos, me
parece lo máximo en la vida de un hombre”. Sólo así comprendemos que el no
atreverse a contraer matrimonio -por el miedo a no estar a la altura, por el
miedo a que la vida de casado le impidiera dedicarse a escribir, por el miedo
quizá a ser como su padre y a tener un hijo como él mismo- representa para
Kafka una tragedia. La tendencia a la huida, su búsqueda vana de independencia
respecto a la familia, los proyectos de formar otra, están así mismo presentes,
en paralelo con sus intentos de matrimonio, como si Felice Bauer o Julie
Wohryzek, Milena Jesenská o Dora Dymant (con todas ellas piensa en casarse al
poco tiempo de conocerlas) no fueran más que clavos ardiendo a los que se
agarra para liberarse del padre. Es significativo saber que Felice nunca le
atrajo “Parecía una sirvienta: no me inspiró la menor curiosidad saber quien
era. Era huesuda, de cara vacía, que exhibía su vacuidad... la nariz rota, el
pelo tieso, sin vida...” o que respecto a Julie afirmara “es de la raza de las
dependientas… su belleza es tan pequeña como los mosquitos que se estampan
contra mi lámpara”.
Otro tema central de La
Carta es el judaísmo, punto en que Padre e Hijo hubieran podido tal vez
encontrarse. Kafka le dedica varias páginas, empezando por explicar el judaísmo
de su padre, desprovisto de autenticidad, puramente formal, social, hasta
llegar al suyo, que al ser más profundo y basado en el estudio, pero sobre
todo, distinto, provoca la furia y el rechazo del padre, quien afirmaba “Me da
asco”, a lo que Kafka responde “No es el judaísmo lo que te asquea, sino yo”.
Tenemos la impresión
a medida que avanzamos en la lectura de
La Carta, que es la imagen del padre, más que el padre de la realidad, lo que
le impidió a Kafka desarrollarse como adulto en el terreno emocional y en el de
los afectos, si bien fue un motor que le llevaría a centrarse en el mundo
creativo e intelectual. No estaba Kafka muy alejado de esta idea cuando
afirmaba que pasaría directamente de la infancia a la vejez sin transición.
Toda la vida de Kafka está centrada en el padre, pero no puede escapar a su
larga sombra. Esta desigual relación de fuerzas se extiende a toda la vida del
escritor, sus gustos personales, sus amistades, sus compromisos matrimoniales,
van a depender de la sentencia paterna, de la sentencia divina, de la sentencia
de la ley. Por todos lados está presente su imagen omnipotente, omnisciente,
omnipresente, “A menudo me imagino un mapa del mundo extendido y a ti tumbado
sobre él. Y entonces parece como si las únicas zonas que me son accesibles son
aquellas que tú no tapas o que están lejos de tu alcance...”.
Si el padre es gordo,
fuerte, ancho, el hijo será flaco, débil, estrecho. Si el padre habla a voces,
el hijo se quedará mudo o tartamudeará. Si el padre come salchichas con apetito
voraz, el hijo estará muy cerca de la anorexia: es un pajarito que se alimenta
de miel y frutos secos. Si el padre es un hombre sano, lleno de vitalidad, el
hijo será enfermizo, hipocondríaco. Si el padre gana mucho dinero y es un
próspero comerciante, el hijo será un simple funcionario de la compañía de
seguros estatal. Si el padre calcula ingresos y pérdidas, el hijo escribirá
novelas. Si al padre nada le interesa el judaísmo más que en su aspecto social,
el hijo aprenderá hebreo y estudiará la Torah, el Talmud, se acercará al Teatro
yiddish.
Sigue La Carta al Padre
tratando diversos temas: el despertar de la sexualidad del autor y el trauma
que le supuso un consejo del padre, la actitud de este, jovial y relajada,
cuando no está con su familia, haciendo un paralelismo con el tirano que no
necesita afirmar su poder cuando está lejos de su territorio, la elección de la
carrera universitaria de Franz. En todos ellos tenemos la impresión de que el
resentimiento (amor/odio) es tal entre ambos, que haga lo que haga cualquiera de
ellos, estará mal hecho.
Es así mismo de notar
que en varios momentos La Carta parece un curso de psicoanálisis sin fines
terapéuticos (Kafka había descubierto a Freud en 1912 y desde entonces no dejó
de apuntar los sueños que tenía en su Diario). En este aspecto, es muy
significativo el párrafo donde narra la agresión sufrida de niño, cuando tenía
alrededor de 5 años: “Un hombre gigantesco, tú, mi padre, me sacaba de la cama
para llevarme al mirador y encerrarme allí en camisón. A partir de entonces fui
más obediente, pero me causó un daño interno”.
Sin embargo, a Kafka, y
a pesar de la amarga acusación que es La Carta, el amor que siente por el Padre
le impide ver las deficiencias y limitaciones de este, lo que no quita que no
deje ni por un momento de tomar la defensa del acusado “a mi me sería
insoportable tener un hijo mudo, sordo, seco, derrumbado, si no existiese otra
posibilidad, huiría de él, me marcharía...” o bien “Además, con respecto a mi
tenías razón un número sorprendente de veces”.
Cuando el autor está
casi a punto de finalizar, una vez más utiliza la técnica del principio para
intentar identificarse con el punto de vista de su padre. ¿Cómo hubiera podido
Hermann Kafka impugnar las acusaciones contra él?. El padre pronuncia una
alocución imaginaria acusando al hijo de parasitismo, a la vez que afirma que
Franz siempre había luchado contra él, pero no caballerosamente, sino como un
insecto que le chupa la sangre. “Eres incapaz para la vida” “eres un parásito”.
El Hijo no tiene
salvación. Estamos otra vez en el principio -o en el final- del eterno círculo
vicioso kafkiano.
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