El ser humano aprende en la medida en que participa en el descubrimiento
y la invención. Debe tener libertad para opinar, para equivocarse, para
rectificarse, para ensayar métodos y caminos, para explorar.
De otra
manera, a lo más, haremos eruditos y en el peor de los casos ratas de
biblioteca y loros repetidores de libros santificados. El libro es una
magnífica ayuda, cuando no se convierte en un estorbo. Si Galileo se
hubiese limitado a repetir los textos aristotélicos (como uno de esos
muchachos que ciertos profesores consideran "buenos alumnos"), no habría
averiguado que el maestro se equivocaba sobre la caída de los cuerpos. Y
esto que digo para los libros también vale para el maestro, que es
bueno cuando no es un obstáculo; lo que parece una broma pero es una de
las calamidades más frecuentes.
..... En el sentido etimológico, educar significa desarrollar, llevar
hacia fuera lo que aún está en germen, realizar lo que sólo existe en
potencia. Esta labor de partero del maestro muy raramente se lleva a
cabo, y tal vez es el centro de todos los males de cualquier sistema
educativo.
..... Platón pone al asombro como fuente de la filosofía, es decir del
conocimiento. Y debería ser por lo tanto la base de toda educación.
Parecería que el asombro no debe ser suscitado, pues surge ante lo
desconocido. ¿Y qué más desconocido que el universo, que la realidad,
para alguien que comienza? Por paradójico que parezca, no es así, y casi
podría afirmarse que es más fácil que se asombre un espíritu
desarrollado o superior que uno precario. La persona común va perdiendo
esa cualidad primigenia que tiene el niño, porque es embotado por los
lugares comunes, hasta que llega a no advertir que un hombre con dos
cabezas no es más fantástico que un hombre con una sola. Volver a
admirarse de la monocefalia, o sorprenderse de que los hombres no tengan
cuatro patas, exige una suerte de reaprendizaje del asombro.
..... Ya sea que el chico vaya perdiendo esa capacidad, ya sea que pocos
seres la tengan en alto grado, lo cierto es que nada de importancia
puede enseñarse si previamente no se es capaz de suscitar el asombro.
Vivimos rodeados por el misterio; vivimos suspendidos entre aquel doble
infinito que aterraba a Pascal, todo es fantástico y hasta inverosímil y
sin embargo el hombre de la calle raramente se sorprende, mediocrizado
por la enseñanza repetitiva, por el sentido común, y ahora, finalmente,
por la televisión. Ya ni los propios niños se admiran de ver a un hombre
caminar por la Luna, cuando un físico sabe que es absolutamente
descomunal y casi milagroso. Para qué hablar de otros misterios: ¿Existe
esta máquina con que escribo? ¿Por qué soñamos? ¿De qué modo recordamos
hechos pasados y dónde estaban guardados? ¿El mundo del día es más real
que el de las pesadillas?
..... Hay que forzar al discípulo a plantearse los interrogantes. Hay
que enseñarle a saber que no sabe, y que en general no sabemos, para
prepararlo no sólo para la investigación y la ciencia sino para
sabiduría, pues, según Scheler, el hombre culto es alguien que sabe que
no sabe, es aquel de la antigua y noble docta ignorantia, el que intuye
que la realidad es infinitamente más vasta y misteriosa que lo que
nuestra ciencia domina. Una vez el alumno en esta disposición
espiritual, lo demás viene casi por su propio peso, pues de ahí nacen
las preguntas y sólo se aprende aquello que vitalmente se necesita. Ahí
es dónde de nuevo se requiere la labor mayéutica del maestro, que no
debe enseñar filosofía, sino, como decía Kant, enseñar a filosofar.
Porque el saber y la cultura son a la vez una tradición y una
renovación, de tal modo que en algún momento el discípulo puede
convertirse en renovador; momento en que el maestro genuinamente grande
habrá de revelar su suprema calidad, aceptando ese germen creador que
tan a menudo surge en las mentes juveniles, no sólo porque son más
frescas sino porque son más audaces. No sé qué profesores tenía Galileo
en el momento en que se le ocurrió subir a la torre para tirar abajo dos
piedras y a la vez la teoría de Aristóteles; si eran malos, se habrían
irritado por aquel crimen; si eran maestros de verdad, se habrán
alegrado de aquella sagrada rebelión. Porque en el extremo opuesto del
demagógico profesor muchachista está el estólido y autoritario profesor
que supone un saber petrificado para siempre, inmóvil, para siempre
idéntico a sí mismo. Es el profesor que ve en el alumno a un enemigo
potencial, no a un hijo que debe amar; el que practica una disciplina
siniestramente coercitiva, muchas veces para ocultar su ignorancia y sus
debilidades; el que únicamente sirve para fabricar repetidores y
memoristas, que castiga en lugar de formar y liberar; el que califica
de "buen alumno" al mediocre que acata sus recetas y se porta bien. Tipo
de profesor que al fin ha encontrado su tierra de promisión en los
países totalitarios, en los que el saber y la cultura son reemplazados
por una ideología.
Un entrenador enseña lo que sabe...un MAESTRO transmite lo que es.
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