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jueves, 17 de septiembre de 2015

LOS PADRES COMO MAESTROS

Cuenta una historia que unos padres entregaron unas monedas a su hijo. No se sabe cuántas eran ni tampoco si estaban hechas de oro, de plata o de cobre. Y el joven, indignado, les gritó: “¡Estas no son las monedas que me merezco! ¡Qué injusticia!”. Seguidamente pegó un portazo y salió de casa de sus padres con el corazón inundado de dolor.



Durante años, la lucha, el conflicto y el sufrimiento marcaron la vida de aquel joven. Sin monedas se le hacía muy difícil vivir. Por eso decidió ir a buscarlas a otra parte. Creyó que aparecerían al iniciar una relación de pareja. Poco después se casó, pero ni rastro de las monedas. Más tarde tuvo su primer hijo. “Seguro que las tiene él”, pensó. Un par de años más tarde confirmó que no era así. Movido por su tozudez, tuvo un segundo hijo. Pero las monedas tampoco estaban ahí.



Casado y con dos hijos, no conseguía llenar su vacío. Su vida carecía de sentido. Y seguía sufriendo. Hacia los cuarenta años, el protagonista de esta historia decidió buscar un terapeuta. Tras un profundo proceso de autoconocimiento, finalmente se liberó del dolor y por fin vio con claridad dónde estaban las monedas. Con lágrimas en los ojos, volvió a casa de sus padres, pidió disculpas y les agradeció todo lo que habían hecho por él. Y entre abrazos les pidió que, por favor, le devolvieran las monedas: “Ahora sé que son las que necesito para ser feliz y seguir mi propio camino”. Al salir de casa de sus padres y despedirse cariñosamente de ellos notó cómo la lucha, el conflicto y el sufrimiento comenzaron a despedirse de él. En el momento en que aceptó, tomó y agradeció las monedas de sus padres, se reconcilió consigo mismo y con la vida.


“Depender de su aprobación dificulta que seamos libres para seguir nuestro propio camino”

Este cuento, inspirado en el libro ¿Dónde están las monedas?, de Joan Garriga, ilustra el camino que todos podemos elegir para resolver parte de nuestros conflictos internos. No en vano, la sombra de papá y mamá es alargada. Y esconde alguno de nuestros peores temores y se nutre de las heridas que más nos cuesta curar. De ahí que muchos adultos se hayan distanciado emocionalmente de sus padres.



Debido a nuestra falta de madurez, los hijos solemos culpar a nuestros progenitores por el tipo de inseguridades, carencias y frustraciones que arrastramos desde la infancia y que se acentuaron durante la adolescencia. Y en definitiva, les negamos nuestro cariño porque ellos no nos quisieron como nos hubiese gustado. Sería maravilloso que todos los padres amaran a sus hijos como estos necesitan. Pero no es así. ¿Cómo nos van a querer nuestros padres si no saben apreciarse a sí mismos?



Nuestros padres y madres, antes de esa condición, son seres humanos. Y tienen sus propias heridas. Nos quejamos de nuestra mochila emocional cuando en general ellos cargan con una maleta bastante más pesada. Nuestros progenitores lo han hecho lo mejor que han sabido. Esta es una lección de la vida que muchos aprendemos demasiado tarde. Normalmente cuando nos convertimos en padres y comprendemos lo desafiante y agotador que puede ser educar a un hijo. De pronto recordamos que de un día para otro dejaron de ser los protagonistas de sus propias vidas.



“Debemos cuestionar cómo hemos interpretado nuestra historia familiar hasta poner en orden de dónde venimos”


Emanciparse emocionalmente de nuestros padres consiste en cortar definitivamente el cordón umbilical que nos mantiene atados a ellos. Depender de su aprobación dificulta que seamos libres para seguir nuestro propio camino en la vida. No en vano, convertirse en una persona adulta implica haber resuelto nuestros traumas de la infancia. El hecho de que sigamos en guerra con nuestros progenitores pone de manifiesto que seguimos sin sentirnos en paz con nosotros mismos. Por eso se dice que la adolescencia se sabe cuándo empieza, pero no cuándo termina.



Dejar de esperar algo de nuestros padres, incluyendo que nos acepten, que nos apoyen y que nos quieran. Así es como empezamos a aceptarnos, apoyarnos y querernos, fortaleciendo la autoestima y confianza en nosotros mismos. El indicador más fiable de que hemos conquistado la madurez emocional es que estamos agradecidos por todo lo que hemos recibido de nuestros padres. O, mejor dicho, por el aprendizaje derivado de cómo se han relacionado con nosotros. Es cierto que hay hijos que han heredado falta de afecto, malos tratos e incluso deudas. Sin embargo, el viaje de la emancipación implica comprender que en cada problema o adversidad se esconde un aprendizaje oculto, que es precisamente el que necesitamos para conocernos y saber verdaderamente para qué estamos aquí.



Al comprender y perdonar los errores de nuestros padres, nos liberamos de ellos. A partir de entonces, al mirar hacia atrás solo vemos gratitud. Y cada vez que caminamos hacia delante, nuestro corazón se llena de confianza. El primer paso para transitar esta senda consiste en cuestionar la manera en la que hemos interpretado nuestra historia familiar. Y seguir cuestionándola hasta que consigamos poner en orden el lugar de donde venimos, aceptando, valorando y agradeciendo de corazón las monedas que en su día nos entregaron.


BORJA VILASECA

Fuente: El País

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