Una educación universal y de calidad es condición necesaria no sólo para
el progreso económico de un país, sino también para la cohesión social,
la igualdad de oportunidades, el desarrollo cultural y el
enriquecimiento de la actividad política. Pocos, pienso yo, estarían en
desacuerdo con esta opinión. Como tampoco creo que lo estarían con la
impresión de que nuestro actual sistema educativo deja mucho que desear.
Se escribe mucho, y con razón, de los mediocres avances de España en
materia de innovación y tecnología, de la mala adecuación de la oferta
de nuevos graduados a las necesidades de las empresas, o de la alarmante
escasez de vocaciones empresariales, todos ellos problemas graves cuya
raíz se encuentra fundamentalmente en el sistema educativo. La primera
mirada de alarma suele dirigirse, lógicamente, a la enseñanza superior. Y
lo que vemos en la universidad española no incita ciertamente al
optimismo. Unas universidades más parecidas a negociados ministeriales
que a entidades autónomas, con un profesorado endogámico y poco
motivado, y enmarcadas en un sistema aparentemente orientado a procurar
que todas ellas ofrezcan un nivel de calidad homogéneo (y en
consecuencia, bajo), y no a que compitan por la excelencia: ésta parece
ser, en buena parte, la radiografía –desde luego, esquemática– de
nuestro entramado universitario.
El cuadro se complica aún más como consecuencia de los excesos del
sistema autonómico. Da la impresión de que todas las comunidades
autónomas han decidido tener su propia universidad con absolutamente
todas las titulaciones posibles (pretensión que con frecuencia se
observa también en cada provincia, e incluso en cada ciudad). Y ello no
sólo en aras del prestigio (no ser menos que la comunidad vecina), sino
por la sospecha, no mal fundada, de que sus naturales se verían
postergados en el acceso a las universidades de otras comunidades.
Ello ha llevado a una proliferación de centros universitarios que, en
buen número de casos, ni son capaces de disponer de un profesorado de
cierto nivel, ni pueden ofrecer, por tanto, una calidad de enseñanza
adecuada, ni resultan siquiera viables por número de alumnos.
Según el Atlas digital de la España universitaria1,
el descenso del alumnado universitario de estos últimos años, unido a
la proliferación de centros universitarios y de titulaciones (más de
2.200 actualmente), ha reducido la media de alumnos (alrededor de 70,
según la Conferencia de Rectores) muy por debajo de la cifra que se
considera como mínimo de viabilidad (alrededor de 125 por titulación).
Si la media es ya de por sí baja, algunos casos concretos bordean el
ridículo: nueve alumnos de nuevo ingreso en la titulación de Filología
Gallega de la Universidad de La Coruña y diez en la de Vigo; en la
titulación de Humanidades, seis nuevos alumnos en la Universidad de
Córdoba y cuatro en la de Huelva; en la titulación de Filología Clásica,
nueve alumnos en la Universidad de Cádiz y once en la de Extremadura; o
en Matemáticas, nueve en la Universidad de Almería y diez en la de La
Rioja2.
Con todo, no son los males de la universidad, con ser graves, y con
serias consecuencias para la economía y la sociedad españolas, nuestro
problema principal. El problema más grave se encuentra en los niveles
anteriores, en la enseñanza básica y secundaria. Se quejan los
profesores universitarios, y es de temer que con razón, del penoso nivel
educativo de los estudiantes salidos de secundaria que acceden a la
universidad. Parece como si el sistema educativo español se hubiera
convertido en una mera fábrica de títulos en la que el nivel de
conocimientos de los titulados no tuviera importancia.
Los males de la educación básica y secundaria han sido, y son, objeto de
bastantes estudios en los últimos tiempos. Recientemente algunos think tanks,
como el Círculo de Empresarios, se han pronunciado sobre el tema con
diagnósticos y propuestas de solución, en documentos de recomendable
lectura3.
Los datos publicados sobre la calidad de la enseñanza obligatoria en
España son preocupantes. Según cifras oficiales, la tasa de abandono de
estudios (fracaso escolar) en la enseñanza obligatoria es en España (las
cifras son del año 2002) del 29%, la segunda más alta de la Unión
Europea, y un 75% superior a la media de ésta, que se sitúa en el 16,5%4. Según el informe PISA de la OCDE del año 20035,
la puntuación media de los estudiantes españoles de quince años en
matemáticas, comprensión lectora, ciencias de la naturaleza y capacidad
para resolver problemas era no sólo inferior a la media de la OCDE, sino
cercana además a la puntuación más baja. El cuadro anexo indica las
puntuaciones españolas en comparación con la media de la OCDE
(exceptuados Turquía y México) y las puntuaciones más altas y bajas
obtenidas por los demás países.
Estos son datos que debieran llevar a reflexión, y ciertamente lo hacen,
aunque al parecer las discrepancias respecto al diagnóstico y las
soluciones son notables. Haciendo trazo grueso, el análisis enfrenta a
quienes sostienen que el problema reside en un insuficiente gasto en
educación (la solución, por tanto, es gastar más) y quienes afirman que
los males están en el propio sistema educativo. Decía Woody Allen que
«los problemas económicos son muy fáciles de resolver: sólo se necesita
dinero». Es broma. Sólo que algunos en España –y no sólo en España–
parecen compartir tan bobo análisis. Como si el mero incremento de
recursos públicos (y no digo que no sea necesario) bastase para resolver
el problema, sin tener en cuenta ni la forma en que se gasta ni la
eficiencia del gasto.
Los libros objeto de esta recensión son dos lamentos apasionados sobre
el desastre educativo en España. No contienen datos ni estadísticas,
sino tan sólo argumentos. Sin duda piensan los autores que las cifras
objetivas, suficientemente difundidas (como las anteriormente citadas)
son prueba más que concluyente de que nuestro sistema educativo adolece
de graves problemas estructurales.
Alicia Delibes tiene la suficiente experiencia como docente para saber
de lo que habla. Su libro podría inscribirse en el noble género de la
diatriba o, por usar una palabra menos radical, de la denuncia. Para
ella, aunque parte del problema venga de atrás, lo principal de nuestros
males proviene de la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE)
de 1990, y del giro radical –y excesivo– que se dio a la estrategia en
materia de educación con respecto al sistema anterior. Éste era
evidentemente culpable de importantes defectos, pero quizá no fuera
descartable en su totalidad.
«¿Cuándo se jodió el Perú?», se preguntaba Vargas Llosa en Conversaciones en la catedral.
¿Y cuándo le sucedió eso mismo a nuestro sistema educativo?, se
pregunta a su vez Alicia Delibes. Que el franquismo fuera una dictadura
detestable es algo fuera de discusión entre demócratas. Pero del
franquismo, por fortuna, ya nos hemos librado. Quizá nos convendría
empezar a librarnos también del antifranquismo. Al menos de ese
antifranquismo indiscriminado que lleva a efectuar giros de 180 grados y
a derruir y demonizar todo cuanto en aquella época se hiciera, sin
analizarlo siquiera, como si el mero hecho de proceder de entonces lo
convirtiera sin más en reprobable. Siguiendo tan extremo análisis, quizá
debiéramos volar todos los pantanos inaugurados por el dictador, pues
una política hidráulica desarrollada por tan deleznable sujeto es, sin
duda, mala, y debiera, por tanto, ser borrada del mapa.
Alicia Delibes repasa, en la primera etapa de su libro, la evolución de
la política educativa española a lo largo de los siglos XIX y XX,
plasmada en los planes del duque de Rivas, Echegaray, Ruiz Zorrilla y la
Segunda República, sin olvidar los planteamientos de educadores como
Giner de los Ríos y Núñez de Arenas. Para Delibes, la historia de la
estrategia educativa, en España y en Europa, es la historia de la
confrontación de dos formas de contemplar la educación representadas por
Condorcet y Rousseau.
Para Condorcet, la instrucción universal y gratuita sostenida por el
Estado, al alcance de todos los ciudadanos, era la única forma de
garantizar la igualdad real de los individuos. Pero distinguía
nítidamente la instrucción, tarea del Estado, de la educación,
competencia de los padres. Las ideas de Rousseau, plasmadas en su Emilio,
iban por otros derroteros: el objetivo sería educar, no instruir. La
educación es la clave del perfeccionamiento social y moral y, por tanto,
sería responsabilidad del Estado, más que de los padres. Se trataría,
en suma, de formar a los individuos para que fueran buenos ciudadanos.
El niño rousseauniano se desarrollaría al ritmo de su naturaleza, sin
someterlo a mandatos, prohibiciones ni castigos, permitiéndole aprender
con su propia experiencia, acompañado del tutor o educador que fuera
orientando ese proceso.
Para Delibes, en el siglo XX hemos asistido en buena medida al triunfo
de las ideas de Rousseau. Para los líderes políticos españoles, desde la
transición hasta nuestros días, el enemigo a batir ha sido el cliché de
la educación franquista: autoritaria, memorística, trufada –además– de
adoctrinamiento religioso. Sin duda los tenebrosos colegios de curas, el
«la letra con sangre entra», la lista de los reyes godos y los castigos
corporales son un tópico poderoso (amén de real) que ha motivado el
giro radical en que aún nos encontramos. Se supone, por ende, que tal
educación, aparte de autoritaria y memorística, era elitista, por cuanto
no garantizaba el acceso a la educación superior a los menos
favorecidos, ni aseguraba la igualdad de oportunidades a todos los
ciudadanos.
Tengo dudas sobre esto último. Con sus enormes defectos y carencias (no
seré yo quién los niegue), la educación tradicional ha sido en nuestro
país un importante factor de promoción social. Sin duda insuficiente, y
en consecuencia todo esfuerzo por universalizar la educación y asegurar
una igualdad de oportunidades real y efectiva era y sigue siendo
necesario. Pero quizá ello no requería un giro tan radical, y quizá no
todo lo procedente de aquel sistema educativo fuera desechable.
En realidad, ya en las postrimerías del franquismo, la Ley General de
Educación (LGE) de 1970, o «Ley Villar Palasí» imprimió un giro hacia el
modelo igualitarista de la escuela unificada. La citada ley amplió la
escolarización obligatoria hasta los catorce años, suprimió los exámenes
oficiales en secundaria y extendió el ámbito de actuación de los
profesores de primaria hasta cubrir el período de escolarización
ampliada de los doce a los catorce años, con el consiguiente aumento del
colectivo docente mediante la figura de los profesores no numerarios.
Con ello se seguía lo que se entendía que era el camino del resto de
Europa, aunque ello no fuera ciertamente así. En realidad el modelo a
copiar era el de la comprehensive school inglesa, adoptado en los años cincuenta, pero distinto del imperante en países como Alemania, Austria u Holanda.
En los años de la transición, y decididamente a partir de los gobiernos
socialistas, en los años ochenta, se adoptó la filosofía de la escuela
unificada, de la «comprensividad», cuya idea central era que la igualdad
de oportunidades sólo sería un hecho cuando todos los ciudadanos, con
independencia de su nivel económico, al terminar su etapa formativa
tuvieran un mismo bagaje cultural.
Tal idea parece, en principio, inobjetable: el acceso libre y gratuito a
la educación es, sin duda, requisito necesario para asegurar la
igualdad de oportunidades a todos los ciudadanos, evitando que las
diferencias económicas tengan como consecuencia un menor nivel educativo
de los más desfavorecidos. Planteadas así las cosas, difícilmente se
podrían poner reparos. Sólo que a tal planteamiento cabría objetarle que
la educación, además de ser general, debería tener como elemento
añadido una calidad adecuada. Lo contrarío sería hacer a todos iguales
en la ignorancia.
Para Alicia Delibes, el fallo en el propósito anterior reside en la vana
pretensión de que la escuela tiene como misión la de limar las
diferencias intelectuales entre los individuos. Que todos los ciudadanos
deban tener acceso a la mejor educación posible no parece cuestionable.
Otra cosa es que no todos los alumnos tienen igual inteligencia ni
disposición al estudio, y que pretender anular ese hecho natural puede
conducir, con la mejor de las intenciones, a igualar a todos al nivel
del más torpe. Señala Delibes: «La idea de una escuela capaz de eliminar
todas las desigualdades, una escuela en la que se reprima el natural
sentimiento competitivo de los niños, una escuela en la que a todos se
exija lo mismo sin hacer distingos por razones de capacidad o
inteligencia, una escuela en la que se aprenda a ser solidario y
tolerante y en la que todos los niños sean buenos y felices resulta tan
demagógicamente atractiva que, hábilmente manipulada, deja a la sociedad
sin posibilidad de reacción» (p. 81).
La culminación de este camino, en el sistema educativo español, fue la
Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE) de 1990. En esencia,
la LOGSE creaba una educación secundaria obligatoria (ESO), con cuatro
cursos de enseñanza comunes desde los doce a los dieciséis años,
terminados los cuales los alumnos podrían optar por el bachillerato (dos
años) o la formación profesional. Bajo ese sistema, antes de los
dieciséis años no se permitía la separación de alumnos por rendimiento
escolar ni por diferencia de intereses. Los alumnos progresarían,
además, al mismo ritmo. Los exámenes y las evaluaciones se proscribirían
en aras de no traumatizar a los alumnos, sustituyéndose las notas y los
históricos «aprobado» y «suspenso» por los políticamente correctos
«progresa adecuadamente» y «no progresa adecuadamente». Y se descartaría
la posibilidad de repetir curso. Con este sistema, supuestamente a los
dieciséis años todos los alumnos habrían recibido la misma formación y
estarían en igualdad de condiciones para afrontar la vida. Obviamente
–apunta Delibes–, tal sistema sólo podría sostenerse con planes de
estudios ligeros, cuyo nivel de exigencia fuera tan bajo que todos los
alumnos pudieran alcanzarlo.
La LOGSE creó, asimismo, una jerga propia que en ocasiones alcanza lo
grotesco: comprensividad, desarrollo curricular, temporalización,
secuencialización o contenidos conceptuales, procedimentales y
actitudinales. Donde antes se hablaba del programa de una asignatura,
ahora debía decirse «desarrollo curricular». Se hablaba de «materiales
curriculares» y de «evaluaciones criteriales o curriculares». Delibes lo
ridiculiza sin piedad (p. 90): «Incluso existen expertos
curriculeadores que curriculean concienzudamente las diferentes áreas o
materias». Por no hablar de la «transversalidad», otro de los hallazgos
más caros de nuestros modernos pedagogos: los temas recurrentes que
aparecen en distintas asignaturas, y que pretenden transmitir los
valores en cuya difusión debe afanarse la escuela pública.
Detrás de este sistema educativo, Alicia Delibes encuentra los dogmas de
la llamada pedagogía posmoderna, hoy ya en franca retirada en el resto
de Europa (en la que la adoptó en su día, pues no todos los países
siguieron ese camino), y según los cuales el objetivo de la enseñanza no
es tanto transmitir conocimientos cuanto inculcar valores y asegurar la
adquisición de capacidades, es decir, «aprender a aprender».
«Para un profesor posmoderno –dice Delibes– la transmisión de
conocimientos pierde sentido, pues no considera la existencia de una
verdad objetiva [...]. Dado que el conocimiento se construye, el niño lo
construirá a partir de su propia forma de ser, de pensar y de
interpretar la información. Cada niño ha de aprender, por tanto, a su
manera, y el papel del maestro ha de ser de simple mediador» (p. 93).
Educar será, por tanto, no transmitir al niño un acervo de conocimiento,
sino «acompañarle en su descubrimiento del mundo, permanecer silencioso
a su lado observando cómo construye su propia percepción de todo lo que
le rodea» (p. 94).
Tal cúmulo de disparates parecen difíciles de atribuir en toda su
crudeza a los sin duda bienintencionados autores de la LOGSE. Pero lo
que sí parece claro en su filosofía educativa es el deseo de asegurar
una absoluta uniformidad en la educación obligatoria (sin desviación ni
itinerario alternativo alguno en función de la inteligencia, capacidad o
intereses de cada alumno), una hostilidad abierta a cualquier clase de
evaluación, examen, selectividad o reválida, y una santificación de la
permisividad, sustituyendo el tradicional principio de la autoridad del
docente por el de la permisividad, la tolerancia, la persuasión y el
diálogo. Todo ello bajo la idea de que la misión de la escuela no es ya,
o no es tanto, transmitir conocimientos cuanto «educar en valores».
Vayamos por partes. Son muchos los que opinan –en la estela de
Condorcet, y de una larga tradición liberal– que los encargados de
transmitir valores son los padres, y no la escuela, ni mucho menos el
Estado. Pero como en nuestros tiempos, y por desgracia, muchos padres
han abdicado de la encomiable tarea de educar a sus hijos y prefieren,
por comodidad o por otra causa, endosar a la escuela esa patata
caliente, quizá no estaría del todo mal que los educadores procurasen
inculcar ciertos valores a sus desamparados alumnos. Pero tal reflexión
debe ir acompañada de dos advertencias: primero, que, además de valores,
no vendría mal transmitir también conocimientos, y ello con la debida
exigencia de calidad. De poco nos servirán ciudadanos cuajados de
valores éticos y democráticos pero que no sepan multiplicar, y que
ignoren cuál es la capital de Francia. Y, segundo, que convendría
evaluar cuidadosamente cuáles son los valores que pretendemos
transmitir.
A qué valores se refieren los mentores de nuestro sistema educativo está
claro: la tolerancia, el respeto a las opiniones ajenas, el rechazo a
la violencia, el valor del diálogo, la igualdad de género, el rechazo al
racismo y la xenofobia, la cooperación, la solidaridad...; valores
todos ellos a lo que mal pueden formularse reparos. Sólo que en el
tintero parecen quedar algunos otros no menos importantes: el sentido de
la responsabilidad individual, el valor de la emulación y la superación
personal, la valoración del esfuerzo y la iniciativa, la búsqueda de la
excelencia: todo lo que nos hace progresar como personas y como
comunidades. Y que en absoluto entra en conflicto con los otros valores
antes mencionados.
Por desgracia, estos valores parecen ausentes, o casi, de la
preocupación de nuestros pedagogos. Pero, aunque así no fuera, un
sistema que abomina del principio de autoridad, que deja al docente
indefenso frente al desinterés, la apatía, el absentismo, la hostilidad o
incluso la violencia del alumno, y que rehúye cualquier forma de
evolución o control de su nivel de conocimientos difícilmente podrá
transmitir la idea de que el esfuerzo y el afán de superación son
valores estimables. Si todos llegan a la misma meta con independencia de
su propio esfuerzo, si se pasa de curso aunque se sepa poco o nada, si
tanto da la actitud que se adopte en clase, ¿para qué esforzarse?
El problema es, por tanto, múltiple: si los valores de la igualdad, la
solidaridad, la tolerancia y el relativismo excluyen los no menos
esenciales de la responsabilidad y el esfuerzo, si la escuela renuncia a
cualquier nivel de exigencia a los alumnos, y si tanto da que éstos
abandonen la ESO con un nivel de conocimientos adecuado o no, poco debe
extrañarnos que la escuela española salga tan malparada en las
comparaciones internacionales.
Alicia Delibes rompe una lanza a favor del tímido intento de reconducir
la situación –al menos parcialmente– que se plasmó en la Ley Orgánica de
Calidad de la Educación (LOCE) promovida por el Partido Popular en
2002, y rápidamente derogada con el cambio de Gobierno en 2004. Sin duda
tal atrevimiento de la autora servirá para que el libro que comentamos
sea descalificado por muchos por la cómoda vía de descalificar a quien
lo escribió. Pero quienes consideramos que los argumentos no son buenos o
malos en función de quién los expone, ni de sus afinidades políticas,
creemos encontrar muy sólidas razones en las páginas objeto de este
comentario. Y eso que no hemos hecho alusión a la segunda parte del
libro, dedicada a la enseñanza de las matemáticas –la especialidad de
Delibes–, en la que la autora se regodea con estudiada crueldad en la
profunda necedad de la llamada «matemática moderna», y de algunas de las
más disparatadas derivaciones de la matemática difusa: las
«etnomatemáticas» (lo han leído bien) y la coeducación matemática
feminista. Omito el comentario, no porque el tema no lo merezca, sino
para excitar la curiosidad del lector y moverle a adquirir el libro. Me
lo agradecerá.
Pasemos ahora a la obra de Xavier Pericay, perfecto complemento de la de
Alicia Delibes. El autor, licenciado en Filología Catalana por la
Universidad de Barcelona, traductor de Pla y antiguo redactor del Diari
de Barcelona, conoce sin duda el tema sobre el que escribe. Desde
septiembre de 2002 colabora de forma regular con el diario ABC, de
manera recurrente sobre los excesos del sistema educativo catalán y, por
extensión, de los estragos del nacionalismo en este terreno. Su libro,
irónicamente titulado Progresa adecuadamente» (su subtítulo es Educación y lengua en la Cataluña del siglo XXI),
es una recopilación de sus hilarantes artículos aparecidos en el diario
mencionado y en otros medios. Como otro ilustre traidor, Albert
Boadella, utiliza las armas que al parecer más irritan a los
nacionalistas: la sátira y la ironía.
El tema principal de su libro es, obviamente, el modelo educativo
nacionalista (en concreto, el catalán) y, en especial, su modo de
concebir la lengua. Pero no rehúye el problema general de la educación
en España, al que ya nos hemos referido al comentar la obra de Ana
Delibes. Pericay denuesta como ella a la LOGSE, critica la negativa a
reconocer que la principal función de la enseñanza ha de ser la
transmisión del conocimiento, y censura las ideas inspiradoras de dicha
ley «con su rechazo de la memoria, la autoridad, el mérito y el
esfuerzo, con su apología del peterpanismo, y con su defensa de la
igualdad como valor y aspiración supremos, igualdad a la que todos
estamos sujetos y ante la que nada valen ni la libertad ni la
excelencia» (p. 13).
Especialmente interesante es, a este respecto, el artículo titulado
«Buenismo y sistema educativo», incluido en el libro (pp. 132-146), en
el que, recordando lo escrito por Hannah Arendt sobre este asunto, culpa
de la mayor parte de los males del sistema educativo actual a la
erradicación del principio de autoridad de los profesores, fruto de lo
que denomina buenismo educativo. «Una de las características del
buenismo educativo –escribe– es precisamente el rechazo de esta
autoridad, la negación de la jerarquía entre profesor y alumno. Para la
progresía [...] autoridad equivale a autoritarismo» (p. 135).
Las alarmantes señales de indisciplina y violencia («conductas
contrarias a la convivencia», las llama el buenismo bobalicón) en las
escuelas españolas empiezan a mostrarse en las páginas de los
periódicos. Cierto es que no han llegado a los niveles de otros países
–se consuelan algunos–, pero existen, y van en aumento. Las primeras
víctimas son los educadores: si no tienen forma de exigir a sus alumnos
el esfuerzo necesario de atención y estudio, si ni siquiera tienen
medios para mantener el orden en las aulas, no es de extrañar que su
motivación se resienta, que les invada el desánimo, y que las salidas
más tentadoras sean el pasotismo resignado o la baja por depresión.
Un estudio reciente6
señala que el 74,5% de los profesores considera que la educación ha
empeorado en los últimos treinta años. Para el 53,2%, la falta de
respeto es el sentimiento más insatisfactorio en sus relaciones con los
alumnos. Los profesores no se sienten valorados socialmente. La
despreocupación de las familias y el ser desautorizados frente a sus
alumnos son los factores que les resultan más frustrantes. La falta de
esfuerzo de éstos les causa preocupación. Y más del 50% preferiría
volver a la estructura organizativa anterior a la LOGSE.
Los profesores españoles no están mal pagados, en comparación con los
niveles europeos (quizás ellos piensen que sí), y no están escasos de
vocación ni, en general, de preparación y conocimientos. Pero se sienten
manifiestamente descontentos con el modelo educativo actual, y con el
escaso o nulo respaldo a su autoridad en las aulas.
Pero no son los educadores las únicas víctimas de la desaparición del
principio de autoridad en la escuela. Las principales víctimas son los
propios alumnos. Como señala Pericay, «la crisis de autoridad tiene que
ver también con el grado de exigencia de cada alumno para consigo mismo,
es decir, con el ejercicio de la responsabilidad. Dicho de otro modo,
en la medida en que el descrédito de la autoridad, y la entronización
del igualitarismo comportan una renuncia a crecer, a progresar [...], el
alumno se complace en ese régimen placentero, en ese “vuelo de Peter
Pan” [...]. Si todos somos iguales, si ya no hay buenos y malos alumnos
[...], si hasta las notas desaparecen y son reemplazadas por eufemismos
del tipo “progresa adecuadamente” [...] no es de extrañar que en la
última década el nivel general de conocimiento de los jóvenes españoles
haya caído en picado» (p. 139).
Falta de estímulo y ausencia de disciplina y exigencia son, así, las dos
caras de la moneda de nuestro sistema educativo. «La letra con sangre
entra», frase anatema de nuestros modernos educadores, no debe
interpretarse en su acepción más tosca como una apología retrógrada de
la enseñanza autoritaria y del castigo físico, sino como una advertencia
de que el aprendizaje requiere esfuerzo y de que de poco sirve que uno
–el profesor– se afane en enseñar si el otro –el alumno– no se molesta
en aprender.
Y no para aquí la relación de víctimas. A los profesores y alumnos cabe
añadir una tercera e insospechada víctima: la propia igualdad de
oportunidades que el sistema educativo pretendía asegurar. Como
lúcidamente observa Pericay, «a quién más perjudica es al joven
perteneciente a una familia con pocos recursos económicos al que la
educación debería haberle servido –cuando menos, podía haberle servido
de haber mediado el talento y el esfuerzo– para labrarse un porvenir. En
este sentido, no hay sistema educativo más reaccionario que el actual,
dado que al negar la meritrocracia está negando a un tiempo la igualdad
de oportunidades; sólo quien posee dinero suficiente para costearse unos
estudios –en una escuela o una universidad de pago, o realizando en
último término cuantos másteres sean precisos– logrará acceder a una
educación de calidad. Se trata, sin duda, de la triste paradoja del
progresismo educativo» (p. 142). Y remata: «Hoy en día sólo existe una
forma de aprovechar esos años jóvenes y es pagando. Y para pagar hay que
tener dinero. Entonces sí, entonces uno todavía puede encontrar una
escuela que merezca la pena. Menuda injusticia» (p. 18).
Claro que a esto un estatista radical le encontraría remedio: suprimir
los centros privados, y que no existan más escuelas que las públicas:
todos café. Y que de la mediocridad no pueda escapar ya nadie, ni
pagando. Pero como hoy no pueden ponerse puertas al campo, a los más
ricos siempre les quedaría el recurso de estudiar en el extranjero.
Aunque será mejor no dar ideas.
Podría pensarse que este triste panorama agota las desdichas de la
educación en España. Pues no. Aún nos quedan otros actores en esta
tragedia, que son las comunidades autónomas. Uno de los frutos de la
LOGSE fue la concesión a las comunidades autónomas de la competencia
para definir la mitad de los contenidos de los planes de enseñanza. Y la
forma que muchas de ellas han tenido de hacer uso de tales competencias
ha sido la insistencia en el localismo más exacerbado. Autores locales
de escasa relevancia que reciben la misma atención que Cervantes, ríos
que aparecen milagrosamente en las fronteras de la comunidad autónoma en
cuestión (el tramo anterior, al parecer, no existe), cuando no
deformaciones groseras y sectarias de la realidad histórica, política y
geográfica, como la ectoplásmica Euskalherria que se les cuenta a los
niños vascos.
Con estos excesos se ensaña Pericay, y uno de sus principales temas de
interés es la lengua. Para Pericay, la «operación de derribo» [sic] de
nuestro sistema educativo tiene responsables, y uno de ellos es el
nacionalismo (p. 12). No en vano acogió la LOGSE con tan buena
disposición, e hizo tan buen uso de ella para sus fines. La imposición
de la lengua catalana en el sistema educativo catalán en la forma en que
ha venido haciéndose le merece a Pericay un duro juicio: «La
consideración de que las lenguas no son un asunto estrictamente
individual, de cada uno de sus habitantes –escribe– sino propias de un
lugar y poseedoras, en consecuencia, de un aura colectiva, histórica y
simbólica; la consideración, en suma, de que hay lenguas de un
territorio y lenguas que no lo son, no sólo determina la primacía de un
idioma con respecto al otro –que, para más inri, es el idioma oficial
del Estado, y el hablado por la mayoría de la población, incluso en el
territorio en cuestión–, sino que representa, inevitablemente una
fractura social, unos ciudadanos de primera y otros de segunda» (p. 15).
Y ello implica «la conculcación de los derechos individuales del
conjunto de los ciudadanos en aras de unos supuestos derechos colectivos
que no favorecen más que a una parte de estos ciudadanos». La escuela
pública catalana niega a los padres castellanohablantes el derecho a que
sus hijos reciban la enseñanza en su lengua materna. Esto no es una
maledicencia, ni un infundio propalado por «Madrid», sino que es un
hecho reconocido sin pudor y sin ambages por los propios dirigentes
nacionalistas. Y ello con la pasividad de los sucesivos gobiernos
nacionales, como tantas otras cosas.
Leyendo los libros de Delibes y Pericay, uno no sólo se alarma ante la
situación de la educación española, tal y como la describen, sino que
comienza además a comprender la razón de fondo de muchas cosas. Y llega a
la conclusión de que éste es, posiblemente, el problema más grave que
hoy tiene planteada la sociedad española, aunque otros despierten más
ruido mediático y alarma social. Ya señalé antes que son obras de
denuncia, no estudios académicos. Algunos pensarán posiblemente que los
autores exageran, y que la cosa no es para tanto. Otros, a buen seguro,
se apresurarán a rastrear su currículum profesional y político en busca
de coartadas para descalificar sus opiniones. Éste suele ser el método
más cómodo para ahorrarse argumentos. Pero la realidad es tozuda: que
nuestro sistema educativo no funciona no lo dicen (sólo) Delibes y
Pericay. Lo dicen los datos sobre fracaso escolar del propio Ministerio
de Educación y los deficientes niveles de conocimiento de nuestros
alumnos que señala el estudio PISA, puntos ambos anteriormente citados.
Como lo manifiesta la encuesta de opinión entre los profesores (cabe
suponer que de todas las tendencias políticas) también citada
anteriormente, que muestran su insatisfacción sobre el actual sistema
educativo (y algo sabrán al respecto), y apuntan hacia los mismos males
que estos dos libros denuncian.
Un entrenador enseña lo que sabe...un MAESTRO transmite lo que es.
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