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jueves, 29 de mayo de 2014

Justicia Divina

Quien se esfuerza en comprender el principio divino de la justicia, reconocerá que los seres humanos hacen también de él una materia de comportamiento que iguala a un jabón líquido. Es el derecho con el cual uno se puede lavar las manos, declinando toda responsabilidad por la culpa, cuando se juzga y se sentencia en contra de la justicia. Por ejemplo, cuando un juez por de pronto puede echar del juzgado a un denunciante desagradable con una sentencia de un tenor próximo a: “A Usted no le ha ocurrido ninguna injusticia; en este caso se ha tratado únicamente de la expresión de una opinión, lo que es admisible”. 

En su ley del amor a Dios y al prójimo el Eterno no prevé el derecho, el llamado fallo judicial. El derecho es siempre parcial. El derecho tiene en sí el sabor de la injusticia. En todo el mundo no existe una persona que tenga sólo la razón o que no tenga ninguna razón en una cuestión que sea puesta en evidencia ante un tribunal del mundo. Sobre la sentencia unilateral Jesús dijo lo siguiente: 

“Sobre el juzgar: no juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgareis seréis juzgados y con la medida con que midiereis se os medirá. ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? ¿O cómo osas decir a tu hermano: Deja que te quite la paja del ojo, teniendo tú una viga en el tuyo? Hipócrita: quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás de quitar la paja del ojo de tu hermano”.
La administración de la justicia del mundo tiene a la balanza como símbolo del equilibrio. Rara vez es aplicada según el principio de la justicia divina. En muchos casos los tribunales judiciales se escurren serpenteando en torno a la balanza, por ejemplo haciendo valer la conocida y a su vez desacreditada “expresión de la opinión”. 

Los tribunales, en este caso los jueces, evalúan así algunos casos como mejor les parece a ellos, aunque en realidad depende del acusador, del “rebaño” del que procede, y de cómo le evalúan los jueces, es decir, de cómo le apostrofan para incluirle en la categoría correspondiente. Si se trata por ejemplo de comunidades de fe que no son del agrado de la Iglesia católica o de la luterana, la mayoría de las veces son incluidas dentro de la categoría “secta”. El sello es entonces “injusticia” o “expresión de la opinión”, aunque en realidad la mayoría de las veces se les da la razón a las Iglesias. Eso al fin y al cabo no puede ser de otra manera, pues los jueces que pertenecen a la fe católica o a la luterana tienen que actuar según el catecismo de la Iglesia que fue citado de la página 42 a la 44.
 Allí leímos por ejemplo:
“El Antiguo Testamento es una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros son libros divinamente inspirados y conservan un valor permanente porque la Antigua Alianza no ha sido revocada”. En el Antiguo Testamento se dice, como se sabe, en el quinto libro de Moisés: “Si una cau­sa te resultare difícil de resolver entre sangre y sangre, entre contestación y contestación, entre herida y herida, objeto de litigio en tus puertas, te levantarás y subirás al lugar que Yavé, tu Dios, haya elegido, y te irás a los sacerdotes hijos de Leví y al juez entonces en funciones, y le consultarás; él te dirá la sentencia que haya de darse conforme al derecho. Obrarás según la sentencia que te hayan dado en el lugar que Yavé ha elegido y pondrás cuidado en ajustarte a lo que ellos te hayan enseñado. Obrarás conforme a la ley que ellos te enseñen y a la sentencia que te hayan dado…  El que, dejándose llevar por la soberbia, no escuchare al sacerdote que está allí para servir a Yavé, tu Dios, o no escuchare al juez, será condenado a muerte”.
Que el derecho es parcial y se opone al principio divino de la justicia lo experimentamos una y otra vez cuando no sólo escuchamos las noticias en los medios de comunicación, sino que comparamos lo dicho con la reglas cristianas de vida, los cinco principios.
Quiero destacar dos de los innumerables ejemplos que dominan los medios de comunicación: Algunos países han suministrado a un país material de guerra y  productos de combate, como lo son armas químicas y biológicas. El material de guerra, es decir, de combate fue pagado por el país que lo recibió al país que lo produjo, al que lo envió. ¿Para qué compra un país material de guerra y armas, también de tipo químico y biológico? ¿Para meterlos en un armario o para congelarlos – o si se da el caso, para emplearlos en contra de un país enemigo, aunque en la compra no se habló ni de cuándo ni de dónde? Al fin y al cabo se tra­tó de un negocio de armas del cual ambas partes sacaron provecho.
 ¿Qué pasa ahora cuando se aplica el principio de la justicia? Por una parte, según los principios divinos no se debería producir absolutamente ninguna arma, ningún material de guerra, pues las armas, no importa de qué tipo sean, son siempre mensajeros de la guerra. Por otra parte se plantea la pregunta: ¿Quién es el culpable en el caso de una guerra; el país que ha suministrado las armas?¿O es el país que ha recibido las armas? ¿O son los dos países culpables? Como ya he dicho, las armas son mensajeros de guerra, empléense hoy, mañana o en un futuro muy lejano.
Si ahora el país suministrador amenaza destruir al otro país, al cual ha suministrado armamento, con sanciones y guerra, y el país que las recibió tiene hasta la fecha el armamento que ha comprado y pagado del país que adoptó una aptitud amenazadora, ¿Qué pasa aquí con la sentencia judicial? ¿Quién tiene razón? ¿Y cómo sopesaría la balanza de la justicia?
Otro ejemplo: Dos hombres luchan entre sí durante muchos años. Uno subordina al otro a su arbitrariedad, sufriendo el subordinado daños económicos y de salud y te­niendo que sufrir también cosas graves hasta su muerte. El dañado tiene que ver tal vez, cómo el otro que le ha combatido aumenta su capital, del cual, por ejemplo, una tercera parte pertenecería al que ha sido desangrado, y cómo aquel cuida por su bienestar. Entre las dos partes no tiene lugar una reconciliación y por ello tampoco una reparación del hecho. El uno queda como enemigo del otro. ¿Perdura esta enemistad sólo hasta la muerte o va más allá de la muerte?
Los cristianos afirman la inmortalidad del alma, o sea que el alma sigue viviendo más allá de la muerte física. Ninguna energía se pierde, sea energía positiva o negativa, energía de reconciliación, del amor a Dios y al prójimo, o por otra parte energía del odio y de la venganza. Según el principio de la justicia divina de los dos, no sólo uno es culpable, sino los dos.
En la existencia terrenal, la cual nosotros hombres denominamos nuestra “vida”, no existen casualidades. Según el principio de la causalidad y de la reparación de lo hecho los dos volverán a ser reunidos, sea como almas en los ámbitos del Más allá o en una nueva encarnación, para purificar lo que aún hay en ambas almas proveniente de existencias anteriores, pues correspondiendo a la ley del equilibrio, los iguales siempre se atraen. Según hayan sido las circunstancias, puede que en esta existencia terrenal el que hoy fue subordinado haya sido antes el dominante. Las cosas han tomado otro aspecto. El complejo de culpa que está grabado en ambas almas ni estaba ni está eliminado, por el contrario, se ha agrandado, incluso con más pensamientos, con palabras agresivas, o con odio y envidia. Por esa nueva culpa de ambas partes los dos siguen siendo deudores, el uno más, el otro menos. La justicia sondea todo como corresponde a la verdad.
 

La Justicia de Dios


Si el pecado es la manifestación de nuestra injusticia y sólo podemos ser salvos a través de una justicia que no es nuestra —la rectitud de Cristo— entonces el pecado extremo es la auto-justicia. Jesús no rechazó a los pecadores que vinieron a Él buscando misericordia y salvación; Él rechazó a aquellos que eran demasiado rectos (a sus propios ojos), para necesitar justicia. Jesús vino para salvar a los pecadores y no a los que eran justos a sus propios ojos. Nadie está demasiado perdido como para no ser salvo. En los Evangelios, aquellos que creían ser los más rectos, fueron los con nuestro Señor juzgó como malvados e impíos.
Si nos encontramos entre quienes han reconocido su pecado y confiaron en la rectitud de Cristo para nuestra salvación, la rectitud de Dios es una de las verdades más grandes y consoladoras que debiéramos abrazar. La justicia de Dios significa que cuando Él establezca Su reino en la tierra, será un reino caracterizado por la justicia. Él juzgará a los hombres en rectitud y reinará en rectitud.
No necesitamos preocuparnos por los malvados de nuestros días, que al parecer salen adelante con el pecado. Si amamos la rectitud, ciertamente no nos atreveremos a envidiar a los malvados, cuyo día del juicio les espera (ver Salmo 37; 73). Su día del juicio, les está llegando rápidamente y la justicia prevalecerá.
Si estamos concientes que la verdadera rectitud no debe ser juzgada de acuerdo a los estándares externos y legalistas y que el juicio le pertenece a Dios, no nos atreveremos a preocuparnos de juzgar a los demás (Mateo 7:1). También debemos considerar que el juicio comienza en la casa de Dios y por lo tanto, debemos estar prontos a juzgarnos a nosotros mismos sin obviar aquellos pecados que son una ofensa a la rectitud de Dios (ver 1ª Pedro 4:17; 1ª Corintios 11:31).
La doctrina de la rectitud de Dios, significa que nosotros, como Sus hijos (si es usted cristiano), debemos buscar imitar a nuestro Padre celestial (5:48). No debemos buscar la venganza en contra de aquellos que pecaron en contra nuestra; debemos dejar la venganza a Dios (Romanos 12:17-21). Más que buscar quedar igualados, suframos la injusticia del hombre, al igual que nuestro Señor Jesús, que Dios pueda llevar a nuestros enemigos al arrepentimiento y a la salvación (Mateo 5:43-44; 1ª Pedro 2:18-25). Y oremos, tal como nos lo instruyó, para que en el día cuando la rectitud reine, sea posible:
“Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10).




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