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lunes, 27 de octubre de 2014

NECIO ES QUIEN CONFUNDE EL TENER CON EL SER

Parece que, también entonces, las herencias suscitaban problemas y enfrentamientos. Y alguien, que debió sentirse perjudicado, acudió a pedir la mediación de Jesús para conseguir un mejor reparto.
En la respuesta de Jesús, destaca su libertad frente a ese tipo de cuestiones. No sólo porque corta la petición por lo sano, sino por la parábola que narra a continuación. Ni él se considera "árbitro" de cuestiones personales, ni está atrapado por la codicia. Lo que escuchamos en él es la enseñanza de un maestro desegocentrado que quiere mostrar el camino de la verdadera "riqueza".
Para entender la parábola de Jesús, quizás sea bueno tener en cuenta la idea que se tenía sobre las riquezas en el mundo mediterráneo del siglo I.
Bruce J. Malina, uno de los pioneros en el estudio del contexto social del evangelio –estudios que tanto se han desarrollado recientemente-, viene a decir que el deseo de riquezas no estaba mal visto, siempre y cuando no se descuidara la atención a los más desfavorecidos. Porque, según él, aquella idea sobre la riqueza se apoyaba en dos presupuestos:
1) la riqueza se hace a costa de otros;
2) la riqueza tiene un gravamen a favor de los necesitados.
Esto es justamente lo que, en un primer nivel, parece estar detrás de la parábola de Jesús. Lo primero que se reprocha al protagonista de la misma es que "amasa riquezas para sí". De hecho, todo el relato insiste machaconamente en el uso de pronombre personal y adjetivos posesivos: "mío", "mi"...
Y es ahí, en ese "mi", donde radica el engaño. Porque, como el yo, es una ficción. Por eso –como dirá el propio Jesús en otro lugar-, quien vive para él, pierde la vida: es el mismo mensaje de esta parábola. Quien vive para el yo ("amasa riquezas para sí"), no es "rico ante Dios".
Ser "rico ante Dios" no significa "hacer méritos", que luego El recompensaría; no es el sueño egótico de querer "comprar el cielo a plazos", ni de acumular acciones en la contabilidad divina. Todas esas ideas del mérito y de la recompensa pertenecen a una mentalidad religiosa mítica.
Ser "rico ante Dios" significa, más bien, descubrir nuestra identidad profunda, identidad unitaria y compartida, a salvo de ladrones, enfermedades y muerte. La identidad por la que nos experimentamos ya en el "cielo", la Presencia divina que somos y en la que somos.
Pero, ¡cómo nos cuesta reconocerla! La identificación con el yo es tan fuerte que parece que no supiéramos vivir sin, a cada paso, decir "mío".
Sabemos que los motivos son varios y poderosos: colectivamente, vivimos en la etapa de la identidad egoica; el yo, para tener la sensación de existir, necesita "apropiarse" de todo lo que llega a él; esa apropiación (decir "mío") otorga una sensación de identidad y de seguridad... Tomar distancia es una tarea ardua. Y, sin embargo, nos va la Vida en ello.
Como señala Eckhart Tolle, empezamos identificándonos con las cosas ("mi" juguete, "mi" casa, "mi" coche"...), creyendo encontrarnos en ellas, pero casi siempre acabamos perdiéndonos.
Es lo mismo que muestra la parábola de Jesús: aquel hombre rico empezó identificándose con su cosecha, creyendo de ese modo asegurar su vida y, por fin, encontrarse en un estado satisfactorio. La realidad, sin embargo, era bien otra.
De ahí, que la palabra que le dirigen no pueda ser más adecuada: "Necio". Del latín "nescio", que significa literalmente: "no sé". Necio es el que no sabe lo que hace, el que vive perdido y ofuscado en la ignorancia y, en último término, en la inconsciencia. Eso es vivir identificado con el yo, en el pensamiento de que ésa es nuestra verdadera identidad.
El yo es una ficción y todo aquello de lo que podemos decir "mío" es sólo un objeto. Quien se aferra a ellos es sólo el yo. Sin embargo, la pérdida de esos "objetos" no nos hace disminuir nada en quienes somos. Quien se reconoce como la Presencia transpersonal ("vive para Dios") se siente y se sabe "pleno": no le falta nunca nada.
El engaño –la "necedad" o inconsciencia- proviene del hecho de que el yo confunde el "tener" con el "ser". Cualquier luz que podamos poner en ello nos irá ayudando a crecer en desidentificación, libertad y Plenitud.
Para empezar, puede ser útil reconocer que no eres lo que tienes y, de ese modo, ir estableciendo una distancia entre el yo y Quien es capaz de observarlo. Podemos así comenzar por tomar conciencia de los apegos que vivimos y de la facilidad con que nos reducimos a ellos. Eso nos da la medida de nuestra identificación con el yo, la medida de nuestro ego.
Al tomar conciencia de que el llamado "yo" es en realidad un "objeto" de tu observación –algo que puedes observar-, irá abriéndose paso la cuestión sobre tu verdadera identidad.
Para avanzar en ese camino, no te busques como "yo". Más bien, hazte consciente de ese estado de Presencia "no personal" (en realidad, no egoico), en el que todo, sencillamente, ocurre. Pero si te sigues buscando como "yo", nunca podrás trascender el estadio "personal" (mental).
Nos hallamos en un momento de la evolución de nuestra especie en el que la identificación con lo "personal" es intensa, hasta el punto de que parece que no haya otro valor por encima del "yo" o del individuo. (Raimon Panikkar ha escrito que la creencia de que la individualidad es el mayor valor constituye uno de los mitos de la cultura occidental).
Pero antes de esta etapa, la conciencia era –se si puede hablar así- prepersonal, en un estado cuasi-fusional con el entorno, similar al que vive el bebé en el primer periodo de su existencia.
Según muchos indicios, parece que estamos en el umbral de una etapa transpersonal. Venimos a descubrir que aquello que constituía el primer valor para el yo –la individualidad- es sólo una "identidad transitoria". Por ello, permanecer anclados en ella, es perpetuar la ignorancia y el sufrimiento.
Y así como en el estadio personal, no podíamos reconocernos sino como yoes individuales –el propio "personalismo", en todas sus facetas, se inscribe aquí-, en esta nueva etapa habremos de aprender a encontrarnos, no como "yo", ni siquiera como "personas", sino en la Conciencia transpersonal, que no es otra cosa que la Presencia, la Realidad una no-dual, el Ser inobjetivable, que constituye todo lo que es.
Soy consciente de que todo esto produce resistencias fuertes en quienes provienen de una tradición personalista, tanto filosófica como teológica. Y comprendo que sea así para quien vivió convencido de que no había otro valor por encima de lo personal. A fin de cuentas –vienen a decir-, si quitas lo personal, ¿qué queda del ser humano? Más aún, ¿a qué se reduce Dios?
Hace falta experimentarlo. Entonces descubres que, no sólo no se pierde nada valioso, sino que todo queda enriquecido. Mientras vivimos para el "yo personal", seguimos "amasando riquezas para sí". Cuando accedemos al nivel transpersonal, "somos ricos en Dios", Dios mismo es nuestra riqueza, porque es nuestro Ser más profundo.

Enrique Martínez Lozano

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