Esta
es la paradoja que late en la vida de los universitarios de los centros
de élite americanos, mantiene el profesor de Yale William Deresiewicz,
que ha expuesto su tesis en un ya célebre artículo publicado en The New
Republic y en su libro Borregos excelentes: la mala educación de la
élite americana y el camino a una vida plena, publicado por Free Press.
Deresiewicz ha comprobado con sus propios ojos y ha vivido en su propia
piel la frustrante experiencia del estudiante de Harvard, Yale o el
resto de centros de la Ivy League, que los convierte en esos “borregos
excelentes” del título:
“Son excelentes porque cumplen todos los requisitos para entrar en una facultad de la élite, pero es una excelencia muy limitada.Son chicos que cumplirán todo aquello que les mandes, y que lo harán sin saber muy bien por qué lo hacen. Sólo saben que volverán a pasar por el aro”.
No se trata de un nombre inventando
por el escritor. Al contrario, fue el concepto con el que uno de sus
alumnos se describió a sí mismo.
Ganado para alimentar la máquina
Desde
los años 60, asegura Deresiewicz, los valores que rigen los grandes
centros educativos han cambiado por completo aunque, en apariencia,
sigan defendiendo la excelencia y el auxilio de los más desfavorecidos.
“Auto exaltación, estar a servicio nada más que de ti mismo, una buena
vida pensada sólo en términos del éxito convencional (riqueza y estatus)
y ningún compromiso real con el aprendizaje, el pensamiento, y con
convertir el mundo en un mejor lugar” son los valores que, según el
profesor, rigen el comportamiento de sus alumnos. Pero ellos no son los
culpables, sino las víctimas. Entre la larga lista de responsables,
Deresiewicz señala a los institutos privados, a los ambiciosos padres,
al sistema de admisión, a las grandes marcas universitarias, a los
empleos donde estos serán contratados y, en general, a la mentalidad de
clase media-alta.
Cada
vez que ven que la luz roja se enciende, tienen que pulsan el botón,
pero hay un momento en el que dejan de decirles lo que tienen que hacer
El
producto –es decir, los nuevos licenciados– parece perfecto. Pero,
debajo de esa imagen homérica y dinámica del que algún día se convertirá
en CEO de una gran empresa se encuentra latente una gran inseguridad.
Esta se caracteriza, sobre todo, por una enfermiza aversión al riesgo.
“Por definición, nunca han experimentado algo que no sea el éxito”,
explica Deresiewicz. Y está en lo cierto.
Los requisitos académicos y
personales para ser admitido en cualquiera de estos centros son tan
elevados que conseguir menos que un sobresaliente no es una opción. Por
ello, “al no tener margen para el error, evitan los posibilidad de
cometerlo”.
Uno de sus alumnos miró a su profesor como si fuese un
alienígena cuando le sugirió que quizá dedicar menos tiempo para el
estudio le serviría para reflexionar sobre lo que ha aprendido. Otro
manifestaba sentirse completamente inseguro ante la posibilidad de verse
obligado algún día a comer solo.
Algo
que se refleja en las estadísticas de salud mental de los estudiantes,
que se encuentran en su momento más bajo de los últimos 25 años.
“Es
casi como un experimento cruel con animales”, explica en una entrevista
con The Atlantic. “Cada vez que ven que la luz roja se enciende, tienen
que pulsar el botón”. Entre todos esos requisitos se encuentran la
música o participar en una organización caritativa, algo que Deresiewicz
explica que no hacen para los demás, sino para sí mismos y sus
currículos.
“La experiencia ha sido reducida a su función instrumental”.
Por ello, durante cuatro años, los que aspiran a matricularse en una
gran universidad se dedican exclusivamente a tachar de su lista todos
esos hitos que deben haber alcanzado, pero nunca llegan a reflexionar
sobre si realmente desean ser ricos y poderosos.
El terrible mundo real
Una
vez llegan a la universidad, esta no plantea ningún problema. No tienen
más que seguir el camino preestablecido y todo irá bien. Además, los
cursos no son muy exigentes, recuerda Deresiewicz. Se ha llegado a un
“pacto de no agresión” entre profesores y estudiantes, por el cual los
alumnos son “clientes” que reciben altas calificaciones a cambio de un
esfuerzo mínimo. Mientras tanto, los profesores siguen profundizando en
sus proyectos de investigación, lo que realmente garantiza que reciban
incentivos económicos.
Es
después de abandonar los estudios cuando la realidad se presenta
amenazadora. “Por supuesto que están estresados”, recuerda el profesor.
“Nunca han tenido la posibilidad de encontrar su propio camino.
El
problema es que hay un momento en el que dejan de decirles qué tienen
que hacer”.
Delirios de grandeza y depresión son dos de los grandes problemas a los que tienen que enfrentarse.
Delirios de grandeza y depresión son dos de los grandes problemas a los que tienen que enfrentarse.
El primero, ocasionado por
el hecho de que sus padres les hayan dicho que son los mejores y los más
listos desde su infancia, un refuerzo positivo que desaparece en el
momento en que se dan cuenta de que, como decía David McCullough, no son
especiales.
Han dejado de medir su valía de forma realista, lo que
provoca que su autoestima se desmorone a la primera de cambio.
Wall
Street se dio cuenta de que las facultades están produciendo
licenciados muy listos y completamente centrados en el trabajo, que no
tienen ni idea de lo que quieren
Irónicamente,
las personas que tendrían la posibilidad de hacer todo lo que
quisieran,terminan siguiendo carreras muy similares. Que son justo
aquellas en las que son necesarios trabajadores y líderes que sigan
caminos preestablecidos, que se muevan únicamente por las ansias de
dinero, estatus e influencia, y que no cuestionen el estado de las
cosas.
Es el caso de la bolsa americana. Como señala una cita del
periodista de Newseek Ezra Klein que reproduce Deresiewicz, “Wall Street
se dio cuenta de que las facultades están produciendo una gran cantidad
de licenciados muy listos y completamente centrados en el trabajo, que
tienen una gran resistencia mental, una buena ética de trabajo y ni idea
de lo que quieren”.
En
última instancia, recuerda el autor, se trata de lucha de clases. Pero
no entre las clases bajas y las altas, sino entre los diversos escalones
de las élites, a los que cualquier otro camino les parece una
excentricidad.
Como recuerda el periodista, el número de estudiantes de
la mitad menos rica de la sociedad se ha reducido en la educación de
élite desde el 46% de 1985 al 15% actual. Y como explicaba el fundador
del Proyecto Minerva Ben Nelson, los habituales métodos de selección de
los estudiantes de las universidades de élite no hacen nada más que dar
preferencia a los más ricos, puesto que ellos son los que tienen el
dinero para contratar a los mejores profesores y enrolar a sus hijos en
las clases de música, fútbol americano, matemáticas, francés, béisbol,
viajes al extranjero, economía y literatura que necesitan para
garantizarse su puesto en la élite.
El ser humano aprende en la medida en que participa en el descubrimiento y la invención. Debe tener libertad para opinar, para equivocarse, para rectificarse, para ensayar métodos y caminos, para explorar.
De otra manera, a lo más, haremos eruditos y en el peor de los casos ratas de biblioteca y loros repetidores de libros santificados. El libro es una magnífica ayuda, cuando no se convierte en un estorbo.
Si Galileo se hubiese limitado a repetir los textos aristotélicos (como uno de esos muchachos que ciertos profesores consideran "buenos alumnos"), no habría averiguado que el maestro se equivocaba sobre la caída de los cuerpos. Y esto que digo para los libros también vale para el maestro, que es bueno cuando no es un obstáculo; lo que parece una broma pero es una de las calamidades más frecuentes.
..... En el sentido etimológico, educar significa desarrollar, llevar hacia fuera lo que aún está en germen, realizar lo que sólo existe en potencia. Esta labor de partero del maestro muy raramente se lleva a cabo, y tal vez es el centro de todos los males de cualquier sistema educativo.
..... Platón pone al asombro como fuente de la filosofía, es decir del conocimiento. Y debería ser por lo tanto la base de toda educación. Parecería que el asombro no debe ser suscitado, pues surge ante lo desconocido. ¿Y qué más desconocido que el universo, que la realidad, para alguien que comienza? Por paradójico que parezca, no es así, y casi podría afirmarse que es más fácil que se asombre un espíritu desarrollado o superior que uno precario. La persona común va perdiendo esa cualidad primigenia que tiene el niño, porque es embotado por los lugares comunes, hasta que llega a no advertir que un hombre con dos cabezas no es más fantástico que un hombre con una sola. Volver a admirarse de la monocefalia, o sorprenderse de que los hombres no tengan cuatro patas, exige una suerte de reaprendizaje del asombro.
..... Ya sea que el chico vaya perdiendo esa capacidad, ya sea que pocos seres la tengan en alto grado, lo cierto es que nada de importancia puede enseñarse si previamente no se es capaz de suscitar el asombro. Vivimos rodeados por el misterio; vivimos suspendidos entre aquel doble infinito que aterraba a Pascal, todo es fantástico y hasta inverosímil y sin embargo el hombre de la calle raramente se sorprende, mediocrizado por la enseñanza repetitiva, por el sentido común, y ahora, finalmente, por la televisión. Ya ni los propios niños se admiran de ver a un hombre caminar por la Luna, cuando un físico sabe que es absolutamente descomunal y casi milagroso. Para qué hablar de otros misterios: ¿Existe esta máquina con que escribo? ¿Por qué soñamos? ¿De qué modo recordamos hechos pasados y dónde estaban guardados? ¿El mundo del día es más real que el de las pesadillas?
..... Hay que forzar al discípulo a plantearse los interrogantes. Hay que enseñarle a saber que no sabe, y que en general no sabemos, para prepararlo no sólo para la investigación y la ciencia sino para sabiduría, pues, según Scheler, el hombre culto es alguien que sabe que no sabe, es aquel de la antigua y noble docta ignorantia, el que intuye que la realidad es infinitamente más vasta y misteriosa que lo que nuestra ciencia domina. Una vez el alumno en esta disposición espiritual, lo demás viene casi por su propio peso, pues de ahí nacen las preguntas y sólo se aprende aquello que vitalmente se necesita. Ahí es dónde de nuevo se requiere la labor mayéutica del maestro, que no debe enseñar filosofía, sino, como decía Kant, enseñar a filosofar. Porque el saber y la cultura son a la vez una tradición y una renovación, de tal modo que en algún momento el discípulo puede convertirse en renovador; momento en que el maestro genuinamente grande habrá de revelar su suprema calidad, aceptando ese germen creador que tan a menudo surge en las mentes juveniles, no sólo porque son más frescas sino porque son más audaces. No sé qué profesores tenía Galileo en el momento en que se le ocurrió subir a la torre para tirar abajo dos piedras y a la vez la teoría de Aristóteles; si eran malos, se habrían irritado por aquel crimen; si eran maestros de verdad, se habrán alegrado de aquella sagrada rebelión. Porque en el extremo opuesto del demagógico profesor muchachista está el estólido y autoritario profesor que supone un saber petrificado para siempre, inmóvil, para siempre idéntico a sí mismo. Es el profesor que ve en el alumno a un enemigo potencial, no a un hijo que debe amar; el que practica una disciplina siniestramente coercitiva, muchas veces para ocultar su ignorancia y sus debilidades; el que únicamente sirve para fabricar repetidores y memoristas, que castiga en lugar de formar y liberar; el que califica de "buen alumno" al mediocre que acata sus recetas y se porta bien. Tipo de profesor que al fin ha encontrado su tierra de promisión en los países totalitarios, en los que el saber y la cultura son reemplazados por una ideología.
https://www.youtube.com/watch?v=VZtTI0bKDRE
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